Las lecturas de hoy nos hablan de cómo debe ser nuestra relación con Dios. De la actitud con que debemos presentarnos ante Dios, nuestro Padre. Y para darnos a entender la actitud que debemos de tener para con Dios y los hombres, Jesús presenta la parábola del fariseo y del publicano.

Dijo Jesús esta parábola por algunos que «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». La parábola habla por sí misma. La hemos escuchado muchas veces y es posible que al escucharla hoy de nuevo, se nos resbale un poco. Es para nosotros algo ya sabido. Por esto quisiera invitarlos a detenernos un momento.
¿A cuál de éstos nos parecemos más? Hace ya bastantes años que yo leo el evangelio y lo predico. Por eso sé que debo evitar la actitud de autosatisfacción y desprecio de los demás del fariseo y que debo imitar la actitud humilde del publicano. Lo sé y procuro hacerlo. Pero también debo reconocer que por poco que me olvide de ello, lo que me sale espontáneamente es un típico fariseo que está escondido en mí. Siempre se me ocurre pensar que hay gente peor que yo (porque yo no hago lo que ellos hacen) y siempre tiendo a sobrevalorar lo que yo hago (me siento satisfecho por esto o aquello).

El fariseo

No sé si nos sucede algo igual. No quisiera juzgar a nadie -es lo que nos prohíbe Jesús: juzgar a los demás-, pero me atrevería a decir una cosa: todos tendemos a hacerlo. El fariseo no es un señor lejano, del tiempo de Jesucristo, sino alguien que llevamos dentro. Que adopta formas distintas, que sabe disfrazarse bien, pero que siempre está presente en nosotros.

El fariseo es el personaje consciente de su buen comportamiento, que compara y enjuicia precisamente con base a su cumplimiento. No es por tanto un personaje orgulloso cuanto un personaje que reza y se comporta desde sus derechos. El publicano es el personaje consciente de su mal comportamiento. Por eso no compara nunca ni enjuicia nunca. Es el personaje que cree tener siempre obligaciones. Nunca derecho sobre los demás.

Publicano

Publicano es el que se da cuenta de que el mal no está solamente fuera, sino dentro de él. El que se da cuenta de que él también está implicado en el mal, que no tiene las manos limpias, que no puede echar la culpa solo a los demás, sino que también él tiene que convertirse, cam- biar personalmente.

Y aquí está la enseñanza que Jesús nos da en esta parábola: nuestra oración, nuestra relación con Dios, no debe ser la de una gente que vive satisfecha de lo que es y de lo que hace; y que se presenta delante de Dios para que mire sus libros de cuentas y se los apruebe, sino que debe ser la de una gente que sabe que le queda todavía mucho que andar y que le faltan muchas cosas por hacer.

ORACIÓN PARA LOGRAR LA HUMILDAD

Señor Jesús, manso y humilde. Desde el polvo me sube y me domina esta sed de que todos me estimen, de que todos me quieran. Mi corazón es soberbio. Dame la gracia de la humildad, mi Señor manso y humilde de corazón.

No puedo perdonar, el rencor me quema, las críticas me lastiman, los fracasos me hunden, las rivalidades me asustan. No sé de donde me vienen estos malos deseos de imponer mi voluntad, no ceder, sentirme más que otros… Hago lo que no quiero. Ten piedad, Señor, y dame la gracia de la humildad. Dame la gracia de perdonar de corazón, la gracia de aceptar la crítica y aceptar cuando me corrijan.

Dame la gracia para poder criticarme a mí mismo. La gracia de mantenerme sereno en los desprecios, olvidos e indiferencias de otros. Dame la gracia de sentirme verdaderamente feliz, cuando no figuro ante los demás, con lo que digo, con lo que hago.

Ayúdame, Señor, a pensar menos en mí y abrir espacios en mi corazón para que los puedas ocupar Tú y mis hermanos. En fin, mi Señor, dame la gracia de ir adquiriendo, poco a poco un corazón manso, humilde, paciente y bueno. Cristo Jesús, manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo. Así sea.

Pbro. Jacinto Rojas Ramos

IFCJ

 

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