Para acompañar a la Santísima Virgen en su soledad, a su regreso del calvario el Sábado Santo.
I ESTACIÓN
En el atardecer del Viernes Santo, colocaron el cuerpo amortajado de Jesús en el sepulcro. Un sudario cubre su rostro que irradia una paz infinita. María no puede separarse de aquel lugar; es preciso, sin embargo, hacerlo. Levanta el sudario y contempla por última vez el rostro de su Hijo… ¡Los grandes dolores son silenciosos!… A veces, ni las lágrimas pueden expresarlos…
María, acompañada de Juan y la Magdalena y seguida por las santas mujeres, vuelve a Jerusalén, recorriendo en sentido inverso, las Estaciones del primer Vía crucis.
¡Madre amadísima! También nosotros queremos acompañarte con nuestra compasión sincera, con nuestro silencio respetuoso, con nuestro amor filial.
Este sepulcro fue como un primer sagrario. Alcánzanos, Madre, la gracia de amar tanto la Eucaristía, que no acertemos a separarnos del Sagrario donde vive Jesús. Y cuando perdamos a un ser querido y contemplemos su rostro por última vez, que nos consuele la esperanza de volverle a ver en el cielo, vivo y glorioso, para no separarnos jamás…
Se repite al final de cada Estación.
- Madre fuente de amor.
- Hazme sentir tu dolor para que llore contigo.
Ave María… o un canto apropiado.
II ESTACIÓN
Al desclavar de la Cruz el Cuerpo del Señor, ningún lugar más digno para recibirlo que el regazo de María. ¡Belén y el Calvario!… Los mismos brazos de María estrechan al Jesús niño y al muerto… En Belén, presiente el Calvario; en el Calvario, recuerda Belén… ¡Qué contraste!…
Muy cerca del Santo Sepulcro está una gran loza –la piedra de la unción-; allí colocaron el Cuerpo de Jesús para amortajarlo según la costumbre de los judíos. José de Arimatea llevó cien libras de una mezcla de áloe y mirra, las vendas y una sábana de lino. Las vendas se empaparon en la mezcla perfumada y vendaron todo el cuerpo de Jesús, lo envolvieron en la sábana y cubrieron su rostro con un sudario. De allí lo pasaron al Santo Sepulcro.
¿Cuándo hemos de morir? ¿Cómo moriremos? Lo ignoramos. Pero ciertamente todos tenemos que morir. En esa hora suprema, ¡Oh Madre!, queremos logremos pasar al Seno del Padre Celestial.
III ESTACIÓN
María se acerca al lugar del suplicio y contempla la cruz desnuda y ensangrentada… ¿Si pudiera llevársela consigo?… Por lo menos, lleva la corona de espinas, los clavos y los lienzos con que limpió el Cuerpo de su Hijo, empapados de sangre… ¡Con qué solicitud guarda una madre los últimos recuerdos de su Hijo!.
Volvió María a ocupar el mismo lugar en el Calvario. Allí contemplo la agonía de Jesús y de nuevo vio cuando, al expirar, inclinó su cabeza y antes de apagarse la luz de sus ojos, la miraron con ternura infinita, para decirle: ¡Adiós!…
La Cruz desnuda, es el dolor sin consuelo… dolor que Dios mismo no quiere aliviar para que saboreemos toda su amargura… La Cruz desnuda, es el silencio en el dolor… El que no se desdora con quejas inútiles… El que se oculta bajo la dulzura de una sonrisa…
Danos, Madre, la fortaleza necesaria para que nuestro corazón sea como una ánfora sellada que guarde, sólo para Dios el perfume de nuestros sacrificios.
IV ESTACIÓN
Aquí está María en el lugar donde clavaron a su Hijo divino. En su corazón resuenan aún los golpes del martillo que hundieron sus clavos. Golpes secos y apagados primero, mientras los clavos toscos desgarraban sus músculos; sonoros después, cuando penetraron en la madera de la cruz…
Los mismos clavos que traspasaron las manos y los pies de Jesús, traspasaron, al mismo tiempo, todo el ser de la Madre…
San Pablo afirma que vivía “crucificado con Cristo”. Todo verdadero cristiano, así debe vivir, clavado en la Cruz con su Maestro.
Puesto que en esta vida es inevitable el dolor, es preciso santificarlo uniéndolo al de Jesús y al de María, nuestra Madre. Así, nos traspasarán los mismos clavos, fijándonos en la misma cruz y así, al Sacrificio de Cristo, los dolores de María y los nuestros, formarán un sólo sacrificio, una sola Misa…
V ESTACIÓN
Antes de clavar a Nuestro Señor en la Cruz, lo despojaron de sus vestiduras, más bien, se las arrancaron y, adheridas como estaban a sus llagas por la sangre coagulada, hicieron que nuevamente las heridas, sangraran copiosamente.
¡Qué tormento para la modestia de Jesús y para el pudor virginal de María! La piedad cristiana, no ha podido admitirlo y piadosamente cree, que María, rápidamente se quitó su velo para cubrir a su Hijo.
“El que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”, dijo el Maestro. Jesús, despojado de sus vestiduras, nos enseña la gran ley de la vida cristiana: el renunciamiento, el desapego de todo lo que impide seguirlo. Tratemos de consolar a María, despojándonos de todo lo superfluo para cubrir la desnudez de los pobres.
VI ESTACIÓN
María se detiene en el lugar donde Jesús cayó por tercera vez. ¡Cómo hubiera querido ella detenerlo para que no se golpeara! Pero los soldados se lo impidieron y tuvo que ver impotente en el suelo, a su Hijo Amado y levantado, poco después a golpes y puntapiés…
Las caídas de Jesús y la pena de María de no poderlo levantar, simbolizan y expían nuestras propias caídas, nuestras recaídas…
¿Podemos enumerar siquiera, todos los pecados que se cometen en el mundo cada día, cada hora, a cada momento? ¡Cuánto debe haber sufrido el Corazón de Jesús y el Corazón de María al comprobar que ni la Sangre del Hijo ni las lágrimas de la Madre, serían suficientes para impedir que muchos de sus hijos, invalidaran la Redención para sí mismos!…
Prefiramos la muerte antes que pecar y vivir en pecado y hagamos todo lo posible por convertir a algún hermano en torno nuestro.
VII ESTACIÓN
Es notable que ninguna mujer haya injuriado a Jesús en su Pasión. Claudia Prócula, lo defiende; Verónica enjuga su rostro, las santas mujeres lo acompañan y hasta las judías, que ignoraban quién era Jesús, lo compadecen; mientras sus discípulos huyeron. ¡Cómo debe haberlas valorado y agradecido María! También ella sabía la importancia, que en la sucesión de los siglos, tendría la mujer, y la influencia que ejercería para bien o para mal, en la sociedad de todos los tiempos.
Jesús nos enseña que el dolor del inocente no es motivo de compasión; sino el sufrimiento del pecador el cual no le aprovecha para purificarse. En esta vida se sufre de tres maneras: inocentemente, como Jesús que cargó con nuestros pecados; o como el ladrón, pecador para convertirse en santo; o como el mal ladrón, desesperado, para condenarse.
María intercedió por los otros dos crucificados: uno correspondió a la gracia y el otro no. ¡Que la Santísima Virgen nos alcance la gracia de saber sufrir!.
VIII ESTACIÓN
María reconoce el lugar donde Jesús cayó por segunda vez. Tampoco en esta estación, pudo la Santísima Virgen prestar ayuda alguna a su Hijo… Lo escabroso del camino, los empellones de los soldados, los tirones de las cuerdas que lo ataban de la cintura, lo hicieron tropezar y dar con su cuerpo en tierra.
Esta caída expía las caídas de quienes cometen el pecado venial deliberado y habitualmente. En un tiempo fueron fervorosos y trabajaron con entusiasmo por adelantar en la virtud; pero se cansaron, empezaron a alejarse poco a poco de Dios, de los sacramentos, abusaron de las gracias y cayeron en la tibieza…
Que esta caída de Jesús y el dolor de María nos ayude a evitar, con su gracia, todo pecado venial plenamente deliberado y a levantarnos de la tibieza a los que hayamos caído en ella.
IX ESTACIÓN
En este lugar, una de las piadosas mujeres que con María acompañaban a Jesús, al ver el rostro del Señor desfigurado, cubierto de sangre, de saliva y de polvo, se quitó su velo y, abriéndose paso entre los soldados, llegó hasta Jesús y limpió su divino rostro.
María por el presentimiento primero y por el recuerdo después, llevó siempre impreso en su ser el rostro de su Hijo en la Pasión. Acompañémosla recordando con frecuencia la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y por el sacrificio y la inmolación, pidámosle que grabe en nuestro corazón la santa Faz.
X ESTACIÓN
No por compasión sino para que el Señor no muriera antes de llegar al Calvario, obligaron a Simón de Cirene a que le ayudara con la Cruz, pues no querían privarse del placer inhumano de verlo morir crucificado y, aunque lo hizo de mala gana, sin embargo, este servicio fue alivio para Jesús y para su Madre y el Señor se lo premió con la gracia de la conversión.
Toda la vida de Jesús fue “cruz y martirio” y María le ayudó siempre con esa cruz y compartió su martirio, por eso es nuestra Corredentora. Nos ofrecemos a Jesús para ayudarlo a llevar la Cruz de nuestros deberes cotidianos, penas, enfermedades, etc. también seremos sus cirineos si le ayudamos con nuestras oraciones y sobre todo con el apostolado del buen ejemplo, a salvar a nuestros hermanos.
XI ESTACIÓN
¡Lugar de los más dolorosos recuerdos! Aquí María encontró a su Hijo que cargaba jadeante la pesada Cruz y se miraron… Jesús a través de la sangre que velaba sus ojos; María a través del velo de sus lágrimas… ¡Cuánto se dijeron en esa mirada silenciosa!…
Jesús ya no se siente solo, sabe que su Madre está junto a él. María quiere estar junto a nosotros sobre todo cuando sufrimos, por eso la invocamos como “Consuelo de los afligidos”.
Si en las penas de la vida buscamos alivio en las criaturas, su egoísmo nos decepcionará. Refugiémonos en su regazo maternal y Ella nos hará sentir la ternura de su amor que sanará nuestras heridas, sin lastimarlas.
XII ESTACIÓN
Fue éste el lugar de la primera caída. El peso de la Cruz se hundía en sus hombros descarnados ya por la flagelación; tropezó, le faltaron las fuerzas para sostenerse y cayó por tierra… Y encima de su cuerpo despedazado, cayó también todo el peso de la Cruz…
Jesús, que como Dios sostiene el universo, no camina al calvario gozoso y triunfante como fueron los mártires al lugar del suplicio. Quiso subir jadeante, desfalleciendo, cayendo y levantándose, para enseñarnos a no desalentarnos por nuestras debilidades y miserias. También María sufrió sencilla y silenciosamente, sin quejas ni desmayos… Aprendamos sufrir como Jesús y María.
XIII ESTACIÓN
Aquí fue el encuentro de Jesús con la Cruz. La deseo toda su vida porque era el término de su misión. La buscó sin cesar, porque era la voluntad de su Padre. La amó con todo su corazón como el altar de su sacrificio en que glorificaría a su Padre y nos redimiría. Al cargarla sobre sus hombros, sabía que no la llevaría solo; con él habrían de llevarla muy especialmente María, su Mare, Corredentora del género humano y todos los que quisieran seguirlo.
San Pablo nos enseña que a los que Dios predestina, los hace semejantes a su Hijo. ¿Cómo podemos asemejarnos a Jesús crucificado llevando una vida muelle y cómoda? Tomemos sobre lo hombros nuestra cruz, la nuestra, no otra; es decir, las penas de cada día que Dios permite que tengamos.
XIV ESTACIÓN
Aquí es el pretorio, donde se cometió la mayor injusticia que ha visto el mundo; un juez que declara inocente al acusado y que, sin embargo, lo condena a la muerte más infame y cruel: la crucifixión.
Jesús aceptó esta sentencia injusta para liberarnos de la sentencia condenatoria que justamente merecíamos. María la aceptó, porque tal era la voluntad del Padre para salvarnos.
Nada rebela e indigna tanto como la injusticia; y ¡de injusticia está lleno el mundo! Pero sobre la injusticia del hombre, está la justicia de Dios. Y la gran justicia de Dios es su Misericordia que a todos perdona, si se arrepienten y expían sus culpas. Misericordia de Dios que a todos nos alcanza María con sus dolores, en ella confiemos ciegamente. Madre, la muerte nos ha arrebatado uno a uno, los seres queridos y nos quedamos solos con esa soledad del corazón que lo va helando. Unimos nuestra soledad a la tuya, el consuelo, la esperanza y la paz. Amén.