Una promesa parcialmente cumplida
Todas las promesas de Dios anunciadas por los profetas pueden condensarse en una sola: el Mesías. Como la procedencia de esta promesa global era muy diversa, también lo fue la forma de entenderla por parte de Israel. El origen de todo ello se debía a la penosa situación histórica que permanentemente le tocó vivir a Israel, lo cual contradecía el auxilio esperado de Yahvé su Dios. De ese modo, Israel no dejó de esperar de Yahvé un rey que lo librara de la situación injusta que padecía.
Sin embargo, tendríamos que preguntarnos si Dios prometió realmente un Mesías, o fue más bien un anhelo general de Israel de una vida vivida en justicia que finalmente se personificó en un rey mesiánico que se pidió y esperó. No cabe duda, la esperanza de Israel fue la llegada de un Mesías. Pero, ¿cuál fue la esperanza de Yahvé para su pueblo? En los oráculos mesiánicos de los profetas se cruzan los hilos de ambas esperanzas. La esperanza de Yahvé fue la de llegar a ser el Dios de su pueblo Israel. Que ésa fuera su esperanza indica que estaba por alcanzarse todavía.
El Mesías no llegó; eso es lo que siguen afirmando los judíos que todavía lo esperan, y tienen razón. Jesús fue identificado como un candidato mesiánico más, entre muchos, pero explícitamente él frustró aquellas expectativas, y acabó como acabó. Pero Jesús albergaba la misma esperanza que Dios y, en vez de personificarla en un rey, él utilizó la metáfora del Reino para significar la acción de Dios en beneficio de su pueblo, y de todos los hombres. Y fue tal su identidad de esperanza con Dios que, a los ojos de los que sí le siguieron, personificó él mismo lo que anunciaba: la cercanía del Reino de Dios. No fue difícil entonces de confundirlo con el Mesías y, tras la experiencia pascual, los suyos le atribuyeron el título de “el Cristo”, traducción griega del término Mesías. Pero aquellas primeras generaciones de cristianos ya no esperaron un rey mesiánico, sino que aguardaron su regreso prometido como el Señor, que era el título que el AT adjudicaba a Dios: YHWH.
Las promesas de Dios anunciadas por los profetas se cumplieron todas en Jesús, pero no de forma mesiánica, sino en la contingencia de su carne humana, en su vida y en su muerte, por medio de las cuales anunció el Evangelio de la cercanía de Dios. La promesa quedó finalmente cumplida con el rescate de la muerte en su resurrección, que garantiza la justicia de Dios ante el pecado y su fidelidad en pro de la vida humana. Ahora bien, ésta es una promesa cumplida en proceso de cumplimiento, de ejecución histórica podríamos decir, que aguarda anhelante su culminación con la venida en gloria de Jesús como el Señor en su Parusía.
Por tanto, la esperanza de Israel, modificada ya por la esperanza de Jesús, que es la de Dios mismo, es ahora nuestra esperanza, la esperanza de la Iglesia que lo aguarda mientras templa su andadura por la historia, con la paciencia que brota de la Cruz y el consuelo que nos da la Escritura, al tiempo que eleva al Padre su alabanza y gratitud por el derroche de su fidelidad y misericordia mostrada en su Hijo Jesús, el Cristo y Señor nuestro.
- Primera lectura: Is 11, 1-10
– En aquel día
brotará un renuevo,
un vástago florecerá.
– Sobre el él se posará el Espíritu del Señor.
– Defenderá con justicia al desamparado.
– Será la justicia ceñidor de sus lomos:
la fidelidad, ceñidor de su cintura.
– Está lleno el país de la ciencia del Señor.
– Aquel día
se erguirá como señal de los pueblos.
A partir de una situación política dada, la monarquía truncada, “el tronco de Jesé”, el profeta anuncia una promesa mesiánica: “un renuevo”, es decir, un rey mesiánico. La unción del Espíritu garantiza el valor de la promesa. Su cometido será impartir justicia a los que padecen la injusticia actual. Por eso aparece como juez apocalíptico, que viene cualificado con los atributos de Yahvé: “justicia” y “fidelidad”. El panorama resultante que se describe es el de un paraíso pacificado en el que el hombre podrá vivir en comunión con la creación y con Dios, ya que su “ciencia”, es decir, el ejercicio de su voluntad, garantizará la habitabilidad beneficiosa de la tierra para el hombre. El oráculo acaba con el mismo estribillo escatológico con que empieza: “Aquel día”, junto con la imagen militar de la victoria en la enseña ondeante sobre los pueblos. Hasta aquí lo que dice el profeta que interpreta la historia que se derrumba, pero vislumbrando un futuro nuevo con la confianza puesta en Dios.
Nunca es fácil de interpretar estos oráculos mesiánicos, pues los profetas trataban con ellos de dar respuesta a coyunturas políticas muy específicas, aunque siempre mantienen un núcleo por el que el profeta intentaba alentar la esperanza del pueblo. Desde el NT la tradición cristiana ha interpretado siempre estos textos en clave cristológica. El “vástago” es Jesús, juez escatológico, Príncipe de la paz, cuya enseña no es otra que la Cruz, que se yergue sobre el eje del mundo, signo de su victoria sobre la muerte y el pecado, es decir, la injusticia que mina la vida de los hombres, y que se alza sobre los pueblos ondeando su mensaje cargado de esperanza hasta que él venga.
- Segunda lectura: Rm 15, 4-9
– Que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras
mantengamos la esperanza.
– Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo,
os conceda estar de acuerdo entre vosotros,
para que unánimes, a una voz,
alabéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
– Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios.
…para probar la fidelidad de Dios,
para que alaben a Dios por su misericordia.
– Te alabaré y cantaré a tu nombre.
Pablo presenta la esperanza cristiana como fruto maduro de la paciencia en la vida cristiana y del consuelo de la Escritura. Sin una ni otra, la existencia humana se contempla sometida a todo tipo de amenazas. Es el resultado de esta confluencia de paciencia y consuelo el que produce la comunión eclesial, el encuentro y la acogida de unos y otros que nos dispone a todos para la alabanza. No debemos renunciar a esta comunión, que no es otra que la existente en el seno de la Trinidad. Nuestra acogida interna viene dada por la acogida de Cristo en el bautismo, y se dirige hacia un proyecto de encuentro de la humanidad entera, en el que Dios está comprometido y en cuyo compromiso estamos nosotros también. La Iglesia sería entonces escuela de acogida humana y espacio para la alabanza, por la fidelidad y la compasión mostrada por Dios en Cristo Jesús. Esa fidelidad y compasión de Dios con nosotros es lo que el Adviento canta, a la vez que pregona la esperanza de que ambas puedan alcanzar a toda la humanidad.
- Evangelio: Mt 3, 1-12
– Convertíos, está cerca el Reino de los cielos.
– Preparad el camino del Señor.
– Dad el fruto que pide la conversión.
– El que viene… puede más.
– Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
La voz del Bautista clama en el Adviento y anuncia la llegada del “Viniente”. Y lo hace preanunciando su Evangelio: “está cerca el Reino de los cielos”. El Reino es la metáfora del Dios que viene, que se allega al hombre, para participar de su vida y hacerle partícipe de la suya. Tal anuncio comporta una demanda: “Preparad el camino del Señor”, a la vez que una exigencia de conversión. Preparar es prepararse, disponerse para la acogida del que llega, facilitar el camino de acceso para que los hombres puedan reconocer en su rostro la gloria del Dios vivo. La conversión exigida implica una mentalidad nueva que deseche la injusticia del pecado del mundo. La promesa confirma el poder del “Viniente” como fuego, es decir, el Espíritu Santo que es el amor que Dios es. Tal fuego, tal Espíritu, tal amor, son el objeto de nuestra esperanza, que irrumpen en la historia de la humanidad colmándola de gracia y bondad.
Cada Adviento escuchamos estas palabras y lo único que hacemos es preparar los fastos navideños, que está muy bien, pero no caemos en la cuenta de la venida pendiente que la creación entera espera. Los que hemos acogido el Evangelio de Jesús en nuestras vidas somos los heraldos de este anuncio singular, que no tiene nada que ver con lo que el mundo celebra. Si nosotros hacemos dejación de la encomienda que hemos recibido, ¿quién anunciará a los hombres la cercanía del Reino de Dios?, ¿quién velará para abrir caminos de entendimiento y encuentro entre los hombres?, ¿quién denunciará la injusticia de este mundo que obstruye y demora la esperanza de los hombres?
El Adviento es tiempo de espera esperanzada, pero también es camino de conversión que hay que allanar para que otros lo puedan recorrer. Los fastos navideños, repetidos año tras año, abotargan el espíritu de las gentes y despiertan su desesperanza. Los que vivimos en la esperanza del Adviento, ante la llegada del “Viniente”, hemos de encontrar senderos nuevos que transitar, vías distintas para expresar la esperanza que vivifica nuestra existencia cristiana. Precisamente, porque queremos amar a este mundo como Dios lo ama, no podemos seguir haciéndole el juego al mundo de la globalización y de la libertad de mercado, comulgando con las ruedas de molino de todas sus falsas promesas siempre incumplidas, para que al final todo siga igual de mal y los hombres no sean capaces de reconocer al que es la vida que sin saber esperan.
Canto de los que esperan esperanzados II
¿Cómo cantar un canto de esperanza
en el fragor del combate despiadado,
en el exilio lejano y prolongado,
que es esta tierra hostil para tantos?
Un mundo mejor tiene que ser posible,
porque aún peor es ya inimaginable.
Nuestra esperanza canta entonces
el futuro necesario hecho ya presente.
Esperamos la justicia para el desamparado,
la erradicación de la violencia y la agresividad,
la dignidad rehabilitada para el inocente,
la cordura ecológica en este mundo globalizado.
Y para semejante tarea que nos espera,
el espíritu de los humanos habrá de ser fortalecido
con el auxilio de la justicia y la fidelidad
del Espíritu del Señor que nos habita.
Un canto de esperanza cantaremos,
templados con la paciencia que aguarda
y el consuelo de la Palabra que llega,
para sostener nuestra esperanzada espera.
No hay esperanza que se alcance sin lucha,
ni lucha legítima sin unanimidad creyente,
en una creciente acogida de todos a todos
que nos conciencie y capacite para la alabanza.
La justicia que con tesón buscamos,
en la insobornable fidelidad del Señor,
la experimentamos como misericordia y perdón,
porque confiamos que eterno es su amor.
La esperanza es camino de conversión
que acerca el Reino sin más demora
por sendas de solidaria disposición
recorridas con profética convicción.
Nadie puede alegar pues derechos ni prebendas,
títulos confesionales que eximan su responsabilidad.
Antes bien, la esperanza se cimienta firme
sobre la acción del Dios que viene en su bondad.
Esperamos la exoneración de toda deuda,
de toda pena y penitencia pendientes.
El fuego del Espíritu abrasará toda culpa
con su impagable y gratuito amor.