El Dios-con-nosotros
Y llegamos al final de este Adviento con la incalificable noticia del Enmanuel, el Dios-con-nosotros. Todos esperaban el nacimiento de un rey fuerte y victorioso, pero sólo se nos dio un niño, una carne débil e indefensa, en quien se cebaron los poderes de este mundo. ¿Quién creyó que aquel niño vulnerable fuera el Enmanuel? ¿Quién lo cree hoy? Dios fue quien empeñó su Palabra en aquel hombre que nacía con el destino de personalizar en sí mismo la salvación del mundo. Dios no se quedó al margen de la historia de los hombres, fuera de sus contingencias de muerte, sino que llevó a cabo su secreto deseo de vivir con nosotros, de ser el Dios-con-nosotros. Y vino como uno más, nacido de mujer, sujeto a la ley como todos, pero encarnando la libertad que Dios concede a los hombres de ser sus hijos. No, no sería un rey, ni vencería en ninguna batalla, aunque su vida fue una permanente lucha en defensa de la verdad. No se le conoce más poder que el de haber vencido a la muerte. ¿Sabemos de quién hablamos? Hablamos del Hijo de Dios, del hijo de María, cuyo nombre, Jesús, ya anunciaba el objetivo de su vida: la salvación del pecado.
Cosas todas del catecismo; todos las sabemos ya. Pero nuestras conductas en estas fechas lo que hacen, con todo, es desmentir tal conocimiento. ¿A quién llega hoy la sorprendente noticia del Enmanuel? Algunos pocos se la van pasando boca a boca, al tiempo que se empeñan en reflejarla en sus vidas; sí, conocen y dan a conocer al Dios-con-nosotros presente en Jesús, vivo y viviente con nosotros. ¿Cómo llegar a creer tal acontecimiento? ¿Cómo mudar de hábitos y creencias? ¿Cómo sumarse a la cadena de testigos que continúan anunciando al Enmanuel? Sólo por la gracia se nos alcanza tal convivencia permanente; es la gracia de la fe que se nos otorga al acoger y guardar el Evangelio de Jesús.
Después de decir todo esto, uno se queda perplejo y aturdido ante la avalancha de festejos que se nos viene encima sin que podamos reconocernos en ellos. ¡Ay, que nos quedamos sin Navidad! Nuestra sociedad de consumo nos la ha hurtado. ¿Qué hacer entonces? ¿Podemos todavía celebrar la noticia del Enmanuel? Claro que sí. El Dios-con-nosotros es uno de los nuestros, Jesús, y nosotros con él somos ya definitivamente de Dios. El cielo y la tierra ya están juntos para siempre. Ahora podemos entender cómo la Natividad del Señor sólo fue entonces el primer paso dado por Dios en un largo camino, cuyos sucesos en él acaecidos han cambiado la historia de los hombres. Ese primer paso, que tenía rostro humano, se llamó Jesús. Y el último, el que estamos esperando, también, porque es él, Jesús, quien vendrá en gloria. ¡Ven, Señor Jesús!
- Primera lectura: Is 7, 10-14
– Pide una señal al Señor tu Dios.
– El Señor os dará una señal.
– La virgen está encinta y da a luz un hijo,
y le pone por nombre Enmanuel
(que significa: “Dios-con-nosotros”).
Uno de tantos oráculos proféticos que auguran una sólida política, otro rey, en una situación comprometida para Israel, se convierte en señal escatológica. Tres palabras y un nombre, recogidos por la tradición evangélica, permiten hacer de este oráculo una lectura cristológica. Dios dará una “señal” consistente en el parto de un “hijo” de una “virgen”. Lo que históricamente para Isaías significaba la esperanza política puesta en un hijo del rey que estaba por nacer, ahora se convierte en “señal” de la humanización del Hijo de Dios en María, la madre de Jesús. Era propio de los oráculos indicar el nombre que Dios daba a alguien. Y de ahí la importancia de este nombre: “Enmanuel (Dios-con-nosotros)”. Jesús, el hijo de María y el Hijo de Dios humanado, es el “Dios-con-nosotros”. Y lo es para siempre; una vez que su devenir histórico acabó con su muerte, por su resurrección, sigue siendo el “Enmanuel”. La promesa y el vaticinio de una solución política entonces, hoy los interpretamos como el cumplimiento definitivo del designio de amor del Padre. Soy consciente de que todo resulta muy teológico, muy teórico y sabido de más, cierto; pero esas tres palabras junto con ese nombre único encierran un misterio de amor inagotable de Dios por nosotros. Se trata entonces de hacer de todo ello vida que la vivamos en la presencia permanente del “Enmanuel”, el “Dios-con-nosotros”.
- Segunda lectura: Rm 1, 1-7
– Pablo, escogido para anunciar el Evangelio de Dios.
– Este Evangelio se refiere a su Hijo,
nacido, según lo humano, de la estirpe de David;
constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios,
con pleno poder por su resurrección de la muerte:
Jesucristo nuestro Señor.
– Por él hemos recibido este don y esta misión.
– A todos a quienes Dios ama
y ha llamado a formar parte de su pueblo santo,
os deseo la gracia y la paz de Dios nuestro Padre
y del Señor Jesucristo.
Pablo, en el prólogo de su gran obra teológica, la carta escrita a los cristianos en Roma, relaciona el proyecto de su misión apostólica, el Evangelio, con Jesús, el Hijo, al que atribuye una condición humana concreta, “de la estirpe de David”, reconocible, y la condición de Hijo de Dios a partir de la santificación del Espíritu generada en su resurrección de la muerte. Pablo reconoce a Jesús como el Cristo y el Señor, a la vez que asegura que es el artífice del don de la fe, la fe por la que es anunciado el Evangelio de Dios que genera la salvación de los hombres. Así pues, afirma categóricamente que el hombre Jesús es el Hijo de Dios con el poder del Espíritu Santo. De ese modo, Pablo presenta sus cartas credenciales, el aval que garantiza la idoneidad de su misión apostólica, la identidad en Dios del Evangelio que él anuncia y de Jesús el Cristo, su Señor. La finalidad de este anuncio evangélico y de esta confesión cristológica en Jesús es la convocatoria que Dios hace a todos los hombres a formar parte de su pueblo consagrado. Por tanto, el objeto de nuestra fe, la opción por Jesús y su Evangelio, se transforma entonces en el objetivo de nuestra esperanza: la gracia de la paz definitiva que Dios nos otorga en Jesús.
- Evangelio: Mt 1, 18-24
– El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera:
– La madre estaba desposada con José,
resultó que ella esperaba un hijo,
por obra del Espíritu Santo.
– José, no tengas reparo,
la criatura viene del Espíritu Santo.
Dará a luz un hijo,
y tú le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de los pecados.
– Todo esto sucedió para que se cumpliera
lo que había dicho el señor por el profeta.
El relato que Mateo hace de la humanización del Hijo de Dios en Jesús, nacido de María, adapta expresamente el oráculo de Isaías que hemos visto. Si Pablo hacía intervenir al Espíritu Santo en la constitución cristológica de Jesús como Hijo de Dios por su resurrección, Mateo hace que intervenga también en el proceso de su generación como hombre. No hay contradicción entre las dos apreciaciones, pues ambas hablan de la acción salvadora de Dios. En ese sentido, aunque Mateo recoge el nombre de “Enmanuel” propuesto en el oráculo de Isaías, lo adapta para añadirle un contenido soteriológico, y hace que el ángel le pida a José que le ponga por nombre Jesús, “Yahvé salva”, “porque él salvará a su pueblo de los pecados”. La salvación pendiente ya no era sólo de carácter político, como en Isaías, sino que desde ahora adquiría una dimensión escatológica al abordar el problema crucial del pecado.
Aquí lo que nos importa a nosotros, en la interpretación del juego de los nombres, es que la expectativa del “Dios-con-nosotros” de la Alianza se concreta como el Dios salvador en la condición humana de Jesús, el Hijo que viene a compartir su vida con nosotros como oferta de salvación. El relato de la generación de Jesús se convierte así en el programa de la esperanza cristiana. La comunidad de los creyentes, la Iglesia, espera al Dios que viene cargado de compasión por nuestra condición pecadora, es decir, llega con su justicia rehabilitadora. Jesús, una vez resucitado, hará efectivo el nombre isaiano prometido: estar con nosotros hasta el final. Esa presencia suya en su ausencia es el Espíritu que habita en nosotros mientras aguardamos que Jesús vuelva. Jesús no se quedó en su pasado histórico; por el contrario, acompaña siempre a su Iglesia a la que ayuda y salva.
Canto de los que esperan esperanzados IV
Los que ahora esperamos en ti, Enmanuel,
el Dios-con-nosotros, que por la fe conocimos,
aguardamos que seas también el Dios-con-ellos,
con los que aún no saben que eres el Dios-con-todos.
El anuncio de tu llegada con el Evangelio nos llegó,
como la promesa de con nosotros estar hasta el final,
y de tu regreso en gloria, que en vela aguardamos
a la escucha de tu Palabra que nos alienta y sostiene.
Hacemos memoria de ti, de tu vida y de tu muerte,
de tu resurrección, que nos asegura la nuestra;
y de todo ello también hacemos tu Eucaristía,
que es anamnesis fiel de tu venida esperada.
Nuestra esperanza ve lo que conoce sin ver,
lo recibido de la fe que a tu amor nos une,
siendo nosotros tu Iglesia que peregrina
anunciando tu Parusía a todos los hombres.
Esperamos tu pronta compasión con los hombres,
pues muchos malviven sin esperanza ni ilusión,
y son víctimas inocentes del engaño y opresión
que unos a otros someten sin piedad.
Esperamos la rehabilitación de los inocentes,
y su dignidad recobrada y sostenida;
nunca deben quedar apartados y olvidados
del Dios-con-ellos que eres tú.
Esperamos la verdad que los haga libres,
liberados ya de tanta opresión
que este mundo inicuo y perverso ejerce
con pobres y débiles, a quienes tú amas con pasión.
Esperamos que al fin seas el Dios-con-todos
y que tu alegría perpetua desborde la creación,
con música, cantos, risas y celebración,
que todos tus hijos gocen siempre de corazón.
Esperamos la paz con tu venida, Señor,
la bendición eterna del Shalom de Dios,
que fomente el encuentro y el amor entre todos,
para que por fin prospere el designio de tu don.
Esperamos la justicia hecha ya salvación,
la abundante misericordia de tu perdón,
y la verdad de nuestra historia sacada a la luz,
que nos descubra que el Dios-con-todos eres tú.