La alegría de la espera

 por lo que nos encontramos en la Escritura, la experiencia del hombre, por dura y adversa que ésta sea, se halla sostenida por una esperanza que ansía alcanzar la alegría de la vida, de la existencia factible para todos, del disfrute distributivo y universal de los bienes existentes, del gozo de la paz que permite la convivencia de los humanos como libres, iguales y solidarios. Según Isaías, Santiago, Juan, Jesús, y tantos otros, esta alegría que se desea y espera es una alegría que se demora, sí, pero cierta. Si a los cristianos nos preguntan en qué consistirá la alegría que esperamos, responderemos que en ver su gloria. Ver su gloria es ver llegar al Dios que viene en Jesús, en una acción definitiva y última, por la que trae la salvación al mundo de toda injusticia y dolor. Una salvación que alcanza a todos; a los culpables, con el perdón; a los inocentes, con la justicia de su rehabilitación.

La alegría esperada, así percibida, es entonces anticipada hasta el presente, lo que conlleva que tal alegría haya de ser compartida siempre con la experiencia del dolor. Ésta es la terrible experiencia de la esperanza cristiana que vive consciente del dolor que persiste en su entorno y también de la alegría que se le otorga. Y el tiempo transcurre así en la espera, en prepararse, en afianzar a los que no pueden, a los indefensos, en anunciar la llegada de la salvación de Dios a todos; no como vana esperanza, sino como realidad ejecutada ya en el presente. No hay esperanza cristiana, ni su alegría adjunta, sin esta experiencia personal de salvación.  Y con todo, el dolor subsiste, el sufrimiento perdura, la injusticia medra, la violencia genera muerte, la vida del hombre pende de un hilo débil y frágil. ¿Qué hacer? El creyente que espera, sostenido por la alegría que contempla, sabe que el dolor propio ha de soportarlo, y el ajeno, aliviarlo. Y lo hace con la seguridad de que espera a Jesús, confiado, en paz, solidario con todos, al servicio de cualquiera. La esperanza cristiana cristaliza así en la alegría de la espera, que se ejerce en el amor desinteresado y gratuito, caminando ligeros de equipaje, y siempre con la palabra del Evangelio en los labios.

  • Primera lectura: Is 35, 1-6a.10

 

– El desierto y el yermo se regocijarán,

y la estepa se alegrará con gozo y alegría.

– Ellos verán la gloria del Señor.

– Fortaleced las manos débiles,

decid: no temáis.

– Vuestro Dios viene en persona

y os salvará.

– Y volverán los rescatados del Señor.

– En cabeza, alegría perpetua;

siguiéndolos, gozo y alegría.

Pena y aflicción se alejarán.

El oráculo de la alegría de Isaías es el reverso imaginado, deseado y esperado en medio de la situación caótica en la que vive Israel, que se encuentra sometido por los imperios extranjeros. Tras la denuncia del profeta, nosotros lo que escuchamos es un vaticinio cargado de esperanza que se caracteriza por el gozo y la alegría, que resulta del Dios que viene con su gloria que todos verán. El país arrasado y desolado florecerá y se repoblará con los desterrados que vuelven. Nada de esto se alcanzará sin la cooperación activa de todos, en auxilio unos de otros. El resultado de todo ello será la superación de todas las trabas, minusvalías y, sobre todo, del dolor y la aflicción. Por idealista que pueda resultarnos esta simbólica imagen descrita, el profeta hace gala de un realismo que supera la capacidad de Israel para salvarse a sí mismo. Dios es capaz de renovarlo todo, y eso es aún más real que la catástrofe que amenaza a Israel.

Escuchando este viejo oráculo en nuestros días, en que las cosas no andan mucho mejor en este mundo nuestro, y recibido con la esperanza cristiana, se descubren horizontes nuevos que nos comprometen y alientan a un tiempo. Aparece aquí el ruego del Resucitado: “no temáis”, que hemos de tomar como nuestro y hacerlo extensivo. Por que es él el que viene en persona con un mensaje de alegría perpetua que trae la salvación.

  • Segunda lectura: Sant 5, 7-10

 

– Tened paciencia hasta la venida del Señor.

– Manteneos firmes,

porque la venida del Señor está cerca.

– No os quejéis unos a otros.

– El juez está ya a la puerta.

Una exhortación a la paciencia cristiana ante la dura espera de la venida del Señor. La dureza de la espera no viene dada por su demora, antes bien, ya está cerca. La dureza viene dada porque la espera se efectúa en medio del dolor de este mundo, y las quejas ante él son unánimes: ¿Hasta cuándo? Se trata del sufrimiento ante la injusticia que sufren las víctimas inocentes, que es lo que mantiene viva la esperanza cristiana con el deseo de ver al juez a la puerta ya. El ansia de justicia ante tanto sufrimiento, sin embargo, se puede malograr y volver en las quejas de unos contra otros. En cambio, el clamor de la espera está dirigido al Señor que viene. Sin esta experiencia dolorida, la esperanza cristiana se diluye y se convierte en mundana e inútil.

  • Evangelio: Mt 11, 2-11

 

– Las obras de Cristo.

– ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

– Id a anunciar lo que estáis viendo y oyendo:

a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.

– Dichoso el que no se siente defraudado por mí.

– Yo envío mi mensajero delante de ti

para que prepare el camino ante ti.

“Las obras de Cristo” alentaron las expectativas mesiánicas de Juan y sus discípulos. “El que ha de venir”, el “Viniente”, es Jesús, presencia viva del Dios que viene. Jesús se remitió a los oráculos de Isaías para mostrar la salvación que llegaba, cuyo signo primordial era el anuncio del Evangelio a los pobres. Nada de esto es entendible sin la opción personal por Jesús y su Evangelio, que no defrauda, que no engaña, que no aturde con vanas esperanzas. En la vida de Jesús estaba ya presente la salvación de Dios esperada para el último día. Y ante tal opción, sólo cabe convertirse en pregonero de la salvación que viene en Jesús y en anunciador de su Evangelio, a fin de preparar su llegada a todos. En cada generación cristiana todo esto habrá de concretarse de forma particular, pero siempre de forma que exprese los beneficios escatológicos que Dios ofrece a la humanidad. De esos milagros se habla aquí, de los realizados como señal de la identidad salvadora de Jesús.

¿Qué “obras de Cristo” alientan la esperanza de la venida del Señor en su Iglesia? ¿Quién es el objeto de la esperanza cristiana hoy? ¿Cabe entonces esperar otras mediaciones de salvación? ¿Hasta qué punto es hoy anunciado el Evangelio a los pobres por la Iglesia? ¿Quiénes son esos pobres que precisan tal anuncio, sin el que sus vidas transcurren en medio de la desesperación? ¿Acaso el desaliento actual en tantas comunidades eclesiales no procede de una opción errónea, o inexistente, por Jesús y su Evangelio? ¿Qué mensaje anunciamos, qué conciencia de mensajeros nos anima, qué camino es el que preparamos?

Desde la duda y desde la afirmación, desde la búsqueda y desde el encuentro, desde la constatación de lo último que se nos anticipa y desde el clamor que lo reclama, toda la Escritura es unánime con Jesús: el Dios-con-nosotros, el “Viniente”, llega a cada hombre y mujer que lo espera con su confianza dada al Evangelio, y llega anticipando los dones del Reino. La espera se convierte entonces en una salida de sí, en una autoexpropiación voluntaria, en un constante generar la esperanza ante su llegada: Jesús ha de venir y todos verán su salvación.

Canto de los que esperan esperanzados III

 

La alegría de Dios reflejada en Jesús

es la vida de los hombres en paz y bien;

la alegría perpetua que el profeta anuncia

es el Shalom que en auxilio nuestro llega.

La paz augurada a toda la tierra

destierra de su faz todo terror y temor;

el terror a la muerte inaplazable,

el temor a una vida invivible.

Donde el hombre no alberga la alegría,

el lamento se suma en un clamor,

el clamor se eleva hecho súplica

y la súplica alcanza la escucha necesaria.

El portador de la alegría de Dios

es el que trae la Buena Noticia

de su cercanía y vecindad con los hombres,

con los que él busca compartir su existencia.

En frente, las mediaciones del mundo,

que prometen alegría, marcha y jolgorio,

y que acaban en sangrientas contiendas,

en apegos malsanos y letales.

Semejante alegría en los hombres,

que salen, cantan y bailan,

que comen, beben y retozan,

no sacia el corazón hecho para amar.

Tan sólo desde el hondón de su pobreza,

el hombre que busca es capaz de escuchar

el gozoso pregón evangélico

de la alegría que Dios le brinda.

Sin discernimiento el hombre no puede optar,

sin opción de vida el encuentro no se produce,

sin encuentro la convivencia fracasa,

sin convivencia el hombre muere de soledad.

El encuentro gozoso con el “Viniente”,

la escucha de la Palabra de salvación,

la acogida serena de su Evangelio,

rehabilitan al hombre en su dignidad.

Así quedan desterradas las desdichas,

los lamentos se transforman en aplausos,

la aflicción da paso a la esperanza y al gozo

y los hombres por fin se reconocen y acogen.

Acogiendo la alegría que nos llega,

compartiendo su noticia venturosa,

los hombres se descubren hijos del Padre

y se hacen hermanos con y en Jesús.

Comparte:

About Author