Últimamente tengo la manía de contar cuántas amigas llevan vestidos o faldas en las reuniones. Son muy pocas. El pantalón se ha vuelto el ornamento indispensable de toda mujer. Hay pantalones para todas las ocasiones, unos más prácticos y sencillos, y otros más elegantes y sofisticados… para el cine, para una fiesta, para el trabajo diario, la suerte es que no hay que pensar mucho frente al espejo, el detalle diferenciador lo pone la blusa y los accesorios.

Siempre es halagador verse bonita. Sé que no me tratan igual cuando me pongo pantalón que cuando voy en vestido. Incluso mis amigas me ven diferente. ¿Por qué trato de llamar la atención? Si todas van en pantalón, ¿por qué tengo que ser la nota discordante que pone el mal ejemplo? ¿Por qué este capricho? Porque creo que la mujer, con esta idea de querer ser igual al hombre se está masculinizando sin darse cuenta. Ser femenina está en desuso.

Para ser valorizadas, las mujeres tenemos que esforzarnos más, sí es cierto, pero eso no significa que tengamos que imitar a los hombres, peor aún imitar sus errores y defectos. Cuántas mujeres piensan que si el hombre es infiel ellas tienen el mismo derecho de serlo. Cuántas otras creen que para poder entrar en el grupo de los chicos es necesario ser mal habladas como ellos. Las despedidas de soltera se han vuelto un derroche de sexualidad porque “no podemos quedarnos atrás”.

 El enemigo quiere a toda costa atacar a la mujer, porque es ella la receptora y dadora de vida. Aunque la Iglesia Católica conmemora desde los primeros siglos del cristianismo la Asunción de María, recién se proclama dogma de fe en 1950, y no es coincidencia que tres años después se creara la revista Playboy donde se denigra completamente el cuerpo femenino. La enemistad entre el dragón y la mujer la tenemos presente en Génesis 3 y en Apocalipsis 12. Mientras Dios trata de elevar a la mujer a lo más alto, satanás la quiere hacer caer.

 Eva, al ser formada del costado de Adán para ser su ayudante (Gn. 2, 18), posee la misma dignidad ante los ojos de Dios. Es por eso que mi valor como mujer no depende de qué tan bien haga los trabajos que tradicionalmente son considerados para los varones. Mi valor fue dado desde el principio de la creación porque fui creada a imagen y semejanza de Dios. “Cuando el Génesis habla de «ayuda», no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo «masculino» y de lo «femenino» lo «humano» se realiza plenamente”, palabras para meditar a profundidad tomadas de la Carta a las Mujeres de San Juan Pablo II.

 Si bien la cocina fue por siglos un espacio femenino, los grandes chefs son hombres; a pesar de que la medicina y la ingeniería son profesiones tradicionalmente masculinas, amigas mías muy queridas se han destacado en ese ámbito. Pero en la guerra de los sexos hay algo que el hombre nunca podrá ser, así como hay algo que la mujer nunca podrá alcanzar. El hombre nunca podrá ser madre y la mujer nunca podrá ser padre. Eso es algo exclusivo de cada sexo, por más que la sociedad busque las formas de convencernos de lo contrario.

 San Josemaría Escrivá en su libro Conversaciones (87) expone lo siguiente: “La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad”.

Por eso, aunque el pantalón no signifique perder mi feminidad, el vestido o la falda, representan un signo visible de esa complementariedad a la que fui llamada desde la eternidad, y me recuerda que tengo un cheque en blanco que se llama maternidad.

Publicado originalmente en Cápsulas de verdad

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