Daniel Prieto

«Querido Niño Jesús: dentro de poco bajarás a la tierra. Traerás alegría a los niños. A mí también me alegrarás». Así empieza una carta de Navidad que escribió en 1934 un pequeño niño de 7 años, llamado Joseph Ratzinger.

«Quisiera el Volks-Schott, un vestido verde para la misa y un Corazón de Jesús».–continúa el pequeño. Esto me ha traído a la mente algunas reflexiones que quisiera compartirles:

«Levanté el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño las luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi regalo de Navidad.

—Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.

—No lo encuentran nunca —le respondí.

—Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua…

—Sin duda, respondí. Y el principito añadió: —Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón»

Los ojos son ciegos. El fin de año se corona en medio de frenéticas compras de regalos, organización de fiestas, eventos y viajes, etc. ¿Nosotros? Nos vemos arrastrados por la vorágine del “hacer” y nos estrellamos contra la realidad que una vez más nos sobrepasa, y de la cual poco aprendemos. Nos prometemos que el próximo año será distinto, mientras nos quedamos varados en el desierto interior de una inexplicable soledad. Entonces emergen angustias, miedos y tristezas, en medio de la que se nos prometía como una Noche de Paz y de amor. Para mitigar un poco el dolor del vacío, trocamos las luces del árbol de Navidad en artificiales luces de discoteca y la música de la misa de medianoche, en estridentes “bailables” ¿El resultado? la dulzura de las sonrisas se convierte en pesarosa mueca fingida, reflejo de la desilusión que genera el no poder vivir, a pesar de tantos esfuerzos, esa tan ansiada noche de reconciliación. El misterioso resplandor que le daba sentido a todo desaparece y sin él ningún regalo, por más costoso que sea, puede servirnos de consuelo.

brothers-179375_1920©Pixabay.com

Enfrentamos la impotencia, por decirlo así, de no poder volver a lo esencial, de no saber cómo reparar el averiado avión de nuestro corazón para regresar otra vez a ese hogar que tanto anhelamos y del que nos sentimos tan distantes, ese hogar que nuestros recuerdos vivamente custodian y traen a la memoria con una fuerte carga de calidez, de paz, de seguridad. No sabemos por dónde empezar o qué hacer. Sin embargo, la experiencia de desierto y de desconcierto, pueden ser una ocasión oportuna a nuestro favor. En el desierto se caen las máscaras de lo aparente. La intranquilidad nos lleva a la búsqueda de lo esencial, y esta nos abre a la escucha, y la escucha a la paciente espera. Es en ese momento, cuando menos lo esperamos, que puede ocurrir lo extraordinario: podemos escuchar en la profundidad de nuestro corazón desolado la sutil voz de un niño, esa que antes yacía sofocada por los tantos ajetreos. Susurra desde lo profundo casi como si se tratase de la voz de nuestra misma conciencia. A algunos nos pide que le pintemos un cordero, a otros que le llevemos de parte suya una carta al “Querido Niño Jesús” ¡Atención! No hagamos oídos sordos a sus peticiones, como si fuesen ilusiones sin sentido. ¡Por favor! No subestimemos sus sueños. El reino de los cielos les pertenece a los niños. Dios los manda en medio de nosotros para mostrarnos el camino de regreso a casa. “Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos”. No nos burlemos de sus pretensiones aparentemente “infantiles”. Ellos son los verdaderos realistas, más aún cuando nos piden lo que a nuestros ojos “adultos” resulta trivial o insostenible.

niñoLas palabras del pequeño Joseph Ratzinger, irrumpen en medio de nuestras preocupaciones demasiado “serias” de gente mayor, con una frescura e intuición que nos transporta hacia aquellas dimensiones de la realidad donde lo definitivo y más importante no es lo visible. Su dulce e inocente voz toca y enciende nuestros corazones para iluminar nuestro camino e indicarnos lo esencial, aquello que es invisible a los ojos. No quiere juguetes ni dulces, quiere un libro de oraciones, un vestido para la misa verde y un Corazón de Jesús. ¡Ah, si tan solo aprendiésemos de él! entonces nos bastaría una sola rosa o un poco de agua para volver a ser felices en estos días de fiestas. Si pudiésemos acoger de verdad su mensaje, para volver a ver el mundo como quizá lo veíamos también nosotros cuando éramos pequeños, todo sería tan diferente. Hay que buscar con el corazón. Nos lo pide el mismo Cristo: “quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre, que está en el cielo”.

El pequeño Joseph con su carta nos invita a hacernos pequeños como él para transfigurar nuestra mirada, pues “ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es invisible”. Acojámoslo y hagamos la prueba. Sentémonos un rato al frente al pesebre, con un lápiz y un papel, y escribámosle también nosotros, con esa inocencia realista, una carta al “Querido Niño Jesús”, pidiéndole que nos regale lo esencial. El niño Dios sabrá que necesitamos. Quién sabe tal vez nos dirá:

«—Mi regalo será ése precisamente, será como el agua…

—¿Qué quieres decir?

La gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las estrellas son guías; para otros sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas se callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido…»

Tú tendrás una estrella que te indicará siempre el camino de regreso. Cada vez que la contemples reirás, incluso en los momentos más tristes, pues recordarás que “el Niño Jesús dentro de poco bajará a la tierra y Él traerá alegría a los niños. A ti también te alegrará”.

Este artículo se ha inspirado en una carta al Niño Jesús del pequeño Joseph Ratzinger cuando era niño.

Fuente: catholick-link.com

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