Vivimos en un mundo cada vez más individualista. Lo importante es lo que YO haga, lo que a MÍ me gusta, lo que YO creo o ME parece. Lo más alarmante es que creemos firmemente que lo que YO quiero debe ser aceptado sin más. Basta que YO lo desee para que se convierta en un derecho, sin importar si le hace bien al resto, o si es algo malo en su esencia. Inclusive se pretende que las leyes cambien para que YO quede contento. Claro, todo esto vale cuando se trata de MÍ.
Porque si al YO del otro se le ocurre algo que no va de acuerdo con MI forma de pensar, empiezan los problemas. ¿Cuál es la causa de estos desacuerdos “morales”? Innumerables. Podemos empezar por el relativismo, por la tolerancia mal entendida, por la libertad mal encauzada, entre otros. Sin embargo, hay una causa que, creo, puede ser responsabilidad de nosotros como padres: no tener la educación de la empatía como uno de nuestros objetivos en la familia.
¿Qué es la empatía?
De forma simple la empatía consiste en darse cuenta de lo que sienten los demás sin que lleguen a decírnoslo. Es como adivinar lo que tienen dentro.
Pero, ¿cómo se educa esta habilidad? Como cualquier hábito, repitiéndolo con constancia. Y, por supuesto, siendo los padres y educadores un ejemplo para los niños. ¿Hace cuánto tiempo que no priorizamos ir a visitar a un pariente anciano un domingo –así nos aburramos todos—a ir a un restaurante o al club? Esa sería una excelente forma de ponernos en el lugar del otro: el abuelito está solo, vamos a acompañarlo. “Para educar la empatía es imprescindible enseñar a los niños a vivir pendientes de los demás: sus padres, sus hermanos, sus compañeros. Facilitarles el modo de “mirar” a los que le rodean de tal modo que se den cuenta de cómo se sienten, cómo están, si están pasando un mal momento”, dice Amparo Catret en su libro “Emocionalmente inteligentes”.
Cuando nuestro hijo nos cuenta que se ha peleado con alguien en el colegio, ¿lo ayudamos a analizar qué pudo haber pasado por la cabeza del “contrincante”? ¿Lo invitamos a que comprenda por qué la otra persona pudo actuar de esa manera, qué le pudo molestar? ¿O simplemente decimos: “Bien hecho que le hayas respondido así, que aprenda a no meterse contigo”, sin antes haber ahondado en los pormenores de la situación?
También es importante que como padres nos autoanalicemos para descubrir como estamos viviendo nosotros esta habilidad, si en nuestro día a día nos estamos preocupando por los demás o sólo vivimos en función a nosotros mismos. “Es imprescindible que los educadores se esfuercen en ser modelos idóneos de empatía: que sepan escuchar, que descubran qué sienten sus hijos, que se interesen por los sentimientos, que tengan una escucha activa, que deseen profundamente resolver sus conflictos”, dice la autora. “También, en el hogar, es necesario formar el interés por los miembros de la familia enseñándoles a estar pendientes de papá que quizá ha venido más cansado o tenga algún problema. Ayudándoles a ver las necesidades de mamá, que quizá un día está sobrecargada de trabajo o tiene alguna molestia o la notamos triste”.
La educación de la empatía empieza por casa. Y no ayuda mucho el vivir aislados, sin relacionarnos con otras familias del barrio o del colegio, lejos de los primos, o con pocos hermanos, o llenos de actividades extracurriculares. “Por el contrario, potenciando amistades de los niños, favoreciendo en que puedan acudir a clubes en tiempos de ocio, relacionarse con familias y la existencia de hermanos en un hogar en el que existe una correcta comunicación favorecerá positivamente el desarrollo de la empatía emocional”, afirma Cartret.
Finalmente, es importante recalcar que gran parte de la responsabilidad de que exista tanto bullying en la actualidad tiene mucho que ver con el desarrollo de la empatía en las nuevas generaciones. Así que mucho cuidado con dejar este punto de lado a la hora de educar a nuestros hijos.
Fuente: La Mamá Oca