¡Qué fácil es juzgar! Cuántas veces, en mi adolescencia, recuerdo haber pensado (o comentado con alguna amiga igual de docta en la materia…) «a ese niño lo que le hace falta es una buena torta». ¡Ay! Qué bien sabemos lo que hay que hacer con los hijos de los demás.

Es tan fácil y rápido el diagnóstico: ´falta de afecto´, ´consentido´, ´sobreprotegido´… Hasta que de pronto, como sin querer, han pasado 10 años, y entras en Misa con tus pequeños y adorables hijitos a los que has tenido toda la tarde correteando para que llegaran a la iglesia bien cansados. Muy discretamente y procurando no hacer ruido te colocas en la última fila, al fondo. De momento todo va bien. Entra el cura, las lecturas… Y de pronto empieza el sermón: los pequeños se sientan en el banco y les das una galletita para que estén tranquilos (algo que, por otra parte, con 15 años jamás habrías hecho… ¡Comer en Misa!)


Pero pasan 5 minutitos, y el sacerdote sigue hablando… La niña ya no quiere galleta, empieza a moverse, por el banco primero, después trata de acercarse hacia el altar (por el pasillo central, desde luego) corres hacia ella agobiada, la devuelves al banco, y pasa la borrasca. Pero dos minutos después se vuelve a repetir la escena, y esta vez, cuando tu marido ha hecho el papel de ´poli malo´, la exadorable criatura entra en trance: sacudida para librarse de los brazos de papá, gritos de histeria, llanto, chillido, nueva sacudida… todo se llena de lágrimas y mocos en cuestión de segundos y el pobre y paciente padre saca a la pequeña de la iglesia a todo correr. Pero, mientras tanto, la otra hermanita ha aprovechado la oportunidad para vaciarte el bolso por el suelo y comenzar a jugar con las tarjetas, mientras el bebé empieza a balbucear porque acaba de descubrir el misterioso y llamativo fenómeno del eco… Como buena madre ´multitasking´ recuperas el bolso y vas metiendo las tarjetitas en él mientras le explicas muy bajito a la niña que hay que recogerlo todo, a la par que mueves el carro para que no se te exalte el pequeñín. Pero no funciona, la de las tarjetas te contesta en voz alta haciendo alarde de no haber interpretado en absoluto que tu tono de voz no era un capricho sino una necesidad, y al otro cada vez se le oye más.

En ese momento, en que el tiempo se paraliza y todo parece ocurrir a cámara lenta, hace su aparición: ¡ella! esa cabeza que se da la vuelta, fugaz, instantánea, que fija en ti una mirada inquisitiva que dura un momento pero vale una eternidad. Y te lo dice todo en décimas de segundo y sin articular palabra: «chica, ¿no eres capaz de controlar a tus propios hijos media horita?».

Bueno, vale, lo reconozco, la señora en cuestión nunca dice nada, pero todos entendemos perfectamente lo que significa esa mirada inmóvil y despiadada. Entonces, llega el momento de oro en el que piensas: «señora, por Dios, no me juzgue, que bastante esfuerzo me cuesta cargar con mis tres hijos hasta aquí para no enterarme de nada y no poder rezar ni el Padrenuestro con un mínimo de concentración…». Pero ella ya se ha dado la vuelta. No le llega nuestro mensaje. Y la segunda parte se nos queda en el tintero, casi entre sollozos: «los he traído para que aprendan a portarse bien en Misa y darles ejemplo de piedad». ¡Ja-ja-ja! Es posible que esa fuera la única respuesta que obtuviéramos. Menos mal que siempre está el cura simpático que al acabar la Misa, compadecido por varias parejas en la misma situación, nos echa un capote con un encantador: «y gracias por traer a los niños a Misa, que sin ellos no sería lo mismo». Eso, seguro. Sin ellos, quizá, hasta la señora de mirada inquisitiva se habría enterado del sermón sobre la Misericordia de Dios y la caridad con el prójimo… jejejejeje (Bueno, vale, ese último apunte quizá me lo podía haber ahorrado…) Así que, cuidado con esas miradas asesinas cuando un niño se porta mal, en Misa o en cualquier otro lugar: primero, porque lo hacemos lo mejor que podemos (de verdad, lo prometo); segundo, porque aunque hayamos pasado también por esa injusta posición y por duras que podamos parecer, tenéis que saber que nosotras también tenemos nuestro corazoncito. Y tres, porque Él mismo nos dijo: «dejad que los niños se acerquen a mí».

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