Jesús ya está en Jerusalén. Después de su largo «camino de subida» que nos ha presentado san Lucas, y que hemos ido siguiendo durante muchos domingos, las últimas escenas suceden junto al Templo y nos ayudan a reflexionar sobre el más allá, nuestro destino final.
Con la respuesta de Jesús a los saduceos, nos presenta la fe en el más allá. Los saduceos, de los que el evangelio habla pocas veces, pertenecían a las clases altas de la sociedad. No creían en la otra vida y en la resurrección, y le plantearon a Jesús una pregunta capciosa que parece ridiculizar toda la perspectiva, basándose en la famosa «ley de levirato», por la que el hermano del esposo debe casarse con la viuda si esta no ha tenido descendencia: ¿de quién será esposa en el cielo una mujer que se ha casado sucesivamente con siete hermanos?
La pregunta no es importante. La respuesta de Jesús, sí. Les dice, ante todo, que en la otra vida el matrimonio no tendrá como finalidad la procreación, porque allí la humanidad no necesita renovarse, porque todo es vida y no hay muerte. Y, sobre todo, les asegura que los que «han sido juzgados dignos de la vida futura son hijos de Dios y participan en la resurrección, porque Dios es Dios de vivos». No explica cómo es la otra vida (ciertamente, resucitar no significará volver a la vida de antes, sino entrar en una nueva realidad). Lo que sí nos dice es que nuestro destino es la vida, no la muerte. Un destino de hijos, llamados a vivir de la misma vida de Dios, y para siempre, en la fiesta plena de la comunión con él.
No somos muy dados a mirar al futuro, preocupados como estamos por el presente y sus problemas. Hablar de «la otra vida» produce reacciones parecidas a las de los saduceos: se intenta olvidar o ridiculizar esa perspectiva. Y, sin embargo, es de sabios recordar en todo momento de dónde venimos y a dónde vamos. Las lecturas de hoy nos invitan a tener despierta esta mirada profética hacia el final del viaje, que, pronto o tarde, llegará para cada uno de nosotros.
En medio de una sociedad que parece a veces bloqueada en la perspectiva terrena de acá abajo, hoy se nos urge a que sepamos alzar la mirada y recordemos cuál es la meta de nuestro camino. La fe en la vida a la que Dios nos destina, tal como nos ha asegurado Jesús, es la que ha dado luz y fuerza a tantos millones de personas a lo largo de la historia, y la que también a nosotros nos ayuda en nuestra vida de fidelidad humana y cristiana, abiertos al absoluto de Dios, que es el destino de nuestra historia personal y comunitaria. Sigue siendo un misterio. No pretendemos imaginar cómo es el más allá. Pero creemos a Cristo Jesús, el Maestro que Dios nos ha enviado, que nos asegura que los que se incorporan a él, vivirán para siempre.
Vamos bien encaminados, si somos fieles a la convocatoria eucarística dominical: Jesús mismo, Palabra y Alimento, nos va dando fuerzas y nos prepara para el encuentro definitivo con él, o sea, con la vida plena.
Pbro. Jacinto Rojas Ramos