«No sé cuál será tu destino, pero una cosa sí sé:
sólo van a ser felices aquellos que
hayan buscado y encontrado la manera de servir»
Albert Schweitzer, músico y pensador alemán.
¿Qué hago?
Cuenta la historia que un señor se acercó a tres albañiles que trabajaban la piedra. Al primero le preguntó: “¿qué haces?”, y este le respondió: “hago un muro”. Se acercó al segundo y le preguntó: “y tú: ¿qué haces?”, y le respondió: una casa. Finalmente fue al tercero, y al preguntarle lo mismo éste le respondió: “construyo una catedral”.
En la vida humana nuestra libertad también nos presenta distintas posibilidades. Con ella somos capaces de construir un muro, una casa o una catedral. Pero, si preguntamos por la calle, todos desean responder como el tercer albañil: «hago con mi vida una inmensa catedral».
Construir
Construir con la propia vida lo mejor suele ser lo que todos buscamos, y es el criterio con el que muchos consideran que este o tal hombre ha tenido “una vida lograda”, “una vida feliz”. Sin embargo, realizar “lo mejor” no es tarea fácil, empezando porque aquel que construye una catedral puede empeñar en ello toda su vida
Frente a este horizonte también nos encontramos con el hecho de nuestra miseria. Deseamos alcanzar grandes cosas, pero esta tarea se nos hace cuesta arriba. No somos superhombres, somos seres limitados. Y ante esto se nos plantean dos actitudes que podemos tomar:
Una negativa: la de aquel que desea alcanzar grandes cosas pero que, por sus limitaciones, se siente incapaz de lograrlas y decide desertar: renuncia a construir una catedral y se conforma con hacer un simple muro.
Otra positiva: la de aquel que se sabe pequeño justamente porque decide alcanzar una vida lograda.
Desde pequeños experimentamos nuestras limitaciones y la necesidad que tenemos de los demás. Sin el amor de la familia, la educación de la escuela, el apoyo de los amigos, nuestra vida se quedaría corta, esta no tendría ninguna posibilidad de crecimiento. Hablar de una existencia plenamente humana sin relación, sin necesitar del otro, no sería posible. Se trataría –como dice Aristóteles en su Política-, de la existencia de una bestia -que no aspira más que a sobrevivir- o de un Dios -que no le hace falta nada-.
La humildad
Nos encontramos así con una paradoja: sólo cuando me sé pequeño, necesitado, es que puedo hacerme más capaz, más grande.
La humildad, ese amor ordenado hacia uno mismo, viene a ser entonces más que una virtud, una actitud, pues (1) me permite reconocer que tengo carencias y me dispone a aprender: a adquirir un nuevo hábito, un nuevo conocimiento… nuevos recursos que me harán más capaz para construir una vida lograda. Y (2) este “saberme pequeño” abrirá mi existencia al «amor ordenado hacia los demás” con el que mi vida se desarrollará plenamente.
El amor
El amor al otro nos salva del voluntarismo, tan de moda en nuestros días, que justifica el esfuerzo, en cosas que duran poco: éxito laboral, dinero, etc. La relación de amor con el otro, en cambio, justifica el trabajo duro en otra persona que, por tratarse de un ser abierto a conocer y amar todas las cosas, amplía mi horizonte: me dispone a recibir todo aquello de lo que carezco, aquello con lo que puedo ser mejor. De este modo, amar a otro me hace tener la esperanza de que seré mejor. Pero, aun así, este amor al prójimo, en su inevitable inestabilidad, nos parece insuficiente.
Es entonces cuando entendemos que el amor al prójimo es una realidad que me conduce al amor a Dios, con el que la construcción de mi vida adquiere bases sólidas que le dan sentido a mi tiempo, a la construcción de mi vida. Los que construyen confiados en Dios lo hacen bien, por amor: porque el tiempo está contado y desean aprovecharlo al máximo para llegar a estar con Él. Y ese amor nos da la esperanza, segura y estable, de que con Él, a pesar de nuestras limitaciones, siempre podremos seguir adelante y construir con nuestra vida una inmensa catedral.
Gabriel Capriles
Fuente: Catholic.net