En el último domingo del Año litúrgico celebramos la fiesta de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta que viene a coronar el año y como a rematar el ciclo litúrgico.
Es una fiesta de futuro, porque nos adelanta el final de la historia, donde Cristo aparecerá en gloria, como Rey de todo lo creado, como centro y culmen de la historia, como el sí de Dios a la humanidad y el amén de los hombres a Dios, como alfa y omega de la historia humana.
-Entonces, ¿tú eres rey?, le pregunta Pilato. -Tu lo has dicho, yo soy rey, responde Jesús. Quizá antes de este momento final y definitivo, Jesús no se hubiera atrevido a confesarlo tan abiertamente, para no inducir a equivocación a quienes esperaban un rey temporal, que resolviera los problemas materiales, políticos y sociales del pueblo. Algo parecido sucede en la entrada de Jesús en Jerusalén a lomos de una borriquita. Entonces se deja aclamar por los niños que gritan: Hosanna al Hijo de David, es decir, viene a reinar como el descendiente de David, y Jesús no rechaza tales aclamaciones.
Pero Jesús añade en esta ocasión: “mi reino no es de este mundo”, es decir, el poderío de Cristo, no es comparable con los reinos de este mundo ni brota del poder humano, sino que brota del amor de Dios a la humanidad. Un amor que no anula la libertad humana, sino que la potencia. Un amor que no elimina la colaboración humana, sino que la provoca y la hace posible.
No se trata de una teocracia, el reinado de Dios consiste en el desbordamiento del amor de Dios sobre los hombres, en el amor a toda la humanidad sin excluir a nadie. Un amor que brota del corazón de Dios y se ha hecho carne en el corazón de Cristo. Un amor que no busca el dominio despótico, ni ejerce la violencia, ni tiene a su servicio los ejércitos y las armas de guerra, sino un amor que se propone para que el hombre libremente corresponda por su parte con un amor del mismo calibre. El amor de Dios es un amor provocativo de nuestro amor, al que libremente se responde, dejando que Dios reine en nuestro corazón, y desde el corazón humano empapar de amor toda la realidad social, la civilización del amor. Es, por tanto, un “reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz” (prefacio).
“Yo para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. En el Reino de Cristo no cabe la mentira, porque sólo la verdad es capaz de hacernos libres, mientras que la mentira nos hace esclavos. En un mundo en el que aparentemente triunfa el que miente y el que engaña, Jesucristo nos sitúa en la verdad de nuestra vida: seguirle a él debe hacerse en la verdad y en el testimonio de esa verdad, pues para eso ha venido al mundo Jesús. Y esta es la tarea de su Iglesia y de sus discípulos a lo largo de la historia, ser testigos de la verdad.
La fiesta de Cristo Rey en este Año jubilar del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a seguir a Cristo no tanto en el triunfalismo de un reinado que se impone por la fuerza a todas las naciones, como hacen los grandes de la tierra, sino en la certeza de un amor que quiere empapar de amor todo lo que toca, de un amor que es más fuerte que nuestras debilidades, un amor que conseguirá implantar la civilización del amor en todos los corazones. A ese amor estamos llamados.
Recibid mi afecto y mi bendición:
Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
Publicado originalmente en Revista Eclesia