El significado espiritual y teológico de la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, rey del universo, que sirve de corona a todo el año litúrgico, aparece con claridad en la oración colecta con que se abre la liturgia de hoy.
Las ideas allí expresadas son fundamentalmente dos:
a) Cristo es Rey del universo, porque en su persona recapitula y renueva todas las cosas;
b) Los seres humanos participan en la realeza de Cristo, liberándose por gracia suya de la esclavitud del pecado.
San Lucas en la escena evangélica nos ayuda a comprender, de manera muy concreta, en qué consiste esa misteriosa realeza de Cristo. El tema de la realeza de Cristo domina toda la escena, y con aspectos contrastantes. Para los jefes del pueblo y para los soldados que asisten a la ejecución, Jesús es motivo de burla y desprecio como “rey de los judíos”. Sin embargo, hay algo en toda esa tragedia que permite entrever luces insospechadas de realeza auténtica y grandiosa: la realeza del amor, de la ofrenda gratuita de sí mismo por los otros, de la salvación y el rescate otorgados inesperadamente a un criminal que se arrepiente; de la seguridad frente a la muerte.
La respuesta de Jesús al ladrón arrepentido le asegura una salvación que comienza ya en ese momento. El “hoy” del sufrimiento y de la muerte de Jesús, aceptados como expresión suprema del amor, hace explotar el Reino, lo hace irrumpir en el mundo, y hace entrar en él, antes que a nadie, a un criminal arrepentido.
El domingo es prefiguración del reino futuro hacia el que la humanidad entera se encamina, atraída por la fuerza del amor de Dios. Esta fiesta nos lleva a fijar nuestra mirada en el horizonte de Dios, más allá de la historia y de la vida, pero como culminación de la historia y de la vida.
Hagamos nuestra la petición de la Iglesia en esta Eucaristía: “que quienes nos gloriamos de obedecer los mandamientos de Jesucristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino de los cielos”.
Pbro. Jacinto Rojas Ramos