mujer Al hablar de María, la madre de Jesús, la mayoría de nosotros piensa enseguida en alguna imagen de su devoción, a menudo aquella que nos inculcaron desde la infancia o que vimos encumbrada en los altares de los templos:

la Virgen de Guadalupe, la de la Soledad, de la Salud, la de San Juan de los Lagos; la Virgen de Fátima o de Lourdes, de Aparecida o de Luján, etc., y junto con esa imagen encumbrada hasta los cielos, pensamos en sus cualidades más sublimes de santidad, bondad, ternura; preservada sin mancha del pecado original…

¿Pero qué sucede cuando hablamos de María como mujer y madre? ¿Cuál es la imagen que viene a nuestra mente? Evidentemente era una mujer de carne y hueso, y como tal, pasó por penas y alegrías, triunfos y fracasos; aprendió de su hijo y lo siguió hasta la muerte. Esa imagen más humana es posible construirla a partir de los textos de los evangelios, que nos aportan algunos datos valiosos de su persona. De ahí sabemos que María perteneció al pueblo judío, una nación pequeña y en aquel tiempo oprimida por el poder del Imperio romano (Lc 2,1-7). La región en la que vivía (Galilea) era despreciada por los habitantes de la capital, Jerusalén (Jn 7,52). En pocas palabras, era una muchachita de un pueblo marginado, que aceptó ser la madre de Jesús aun antes de estar formalmente casada con José, su prometido; arriesgándose a ser criticada (Mt 1,18) y hasta condenada a muerte (Mt 1,19).

María fue una mujer que supo amar, y tuvo la suerte de tener a su lado a un hombre que la amaba y la respetaba; que creyó y confió en ella, incluso cuando todo el pueblo murmuraba (Mt 1,24-25); la defendió y protegió en todo momento (Mt 2,14). María se enamoró del carpintero y él se enamoró de ella. Y aun cuando al nacer Jesús, no tenían nada que ofrecerle, más que los cuidados de su amor, un establo y un pesebre fueron suficientes para recibir al Hijo de Dios (Lc 2,7-19).

Fue una madre que enfrentó la incertidumbre del anuncio del anciano Simeón en el templo: “Y a ti una espada te atravesará el alma” (Lc 2,35). Soportó las críticas contra su Hijo, cuando decían que era un ignorante (Jn 7,15); y no creían en él sólo porque era “el hijo del carpintero” (Mc 6,39); o cuando decían que era “un borracho y un comilón, amigo de publicanos y pecadores” (Lc 7,34).

Qué equivocada estaba María cuando se dejó convencer por sus parientes, para ir a buscar a Jesús en donde estaba predicando, porque decían que se había vuelto loco (Mc 3,20-21). Pero, después aprendió ella misma, como su discípula, y asumió ese nuevo parentesco de los que cumplen la voluntad de Dios y ponen en práctica su Palabra (Mc 3,31-35).

Fue una mujer valiente que soportó el dolor y la pena, para no abandonar a su Hijo condenado a la vergonzosa muerte de cruz, cuando todos sus discípulos lo habían abandonado (Jn 19,25). Y aceptó la responsabilidad de velar por todos, cuando su Hijo se lo pidió estando clavado en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27).

Así pues, María es sin duda inmaculada y santa, madre del Señor y madre nuestra, merecedora de las virtudes más sublimes; pero no olvidemos que también fue una persona de carne y hueso, que supo amar; que sufrió y luchó como mujer y madre, para que los planes de salvación de Dios, pudieran realizarse en beneficio de toda la humanidad.

Fuente: La familia cristiana 

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