Baruc 5,1-9
Filipenses 1,4-6. 8-11
Lucas 3,1-6
La salvación que Dios nos ofrece al enviarnos a Cristo no es de tipo político, sino una salvación mucho más
profunda, que llega al corazón del ser humano y lo renueva en la totalidad de sus relaciones: consigo mismo, con los demás, con las cosas, con Dios.
El misterio de la encarnación que el periodo litúrgico del Adviento pone de relieve, es la ejemplificación concreta de cómo Dios debe asumir la humanidad para llevarla a su transparencia original.
No obstante, el aspecto “político” tampoco está excluido de esa salvación más vasta y más profunda que Cristo trae a los hombres; más aún, puede prefigurarla. Por eso la liturgia nos propone como primera lectura un pasaje del profeta Baruc, en el que él le habla directamente a Jerusalén y la invita a abrir el corazón a la esperanza, porque sus hijos dispersos y exiliados regresarán, y, con sus hijos, volverá a brillar sobre ella la gloria del Señor.
El pasaje del evangelio nos ayuda a percibir todos los elementos “sorpresivos” que la venida de Jesucristo trae
consigo, también como síntesis de las intervenciones salvadoras de Dios en la historia pasada de su pueblo.
San Lucas hace esto de dos maneras: primero, introduce, como lo hacen los otros textos sinópticos, la figura
majestuosa de Juan Bautista, que anuncia con palabras proféticas y con acciones concretas el comienzo de la misión pública del Señor. Luego, enmarca, de modo original, esa venida en el contexto histórico universal de la época; como para decir que Jesús es ahora el centro de la historia, a la que da su pleno significado y es quien nos lleva a Dios.
Con Cristo, que viene, todo se debe volver nuevo. Esta “novedad” y frescura de vida es para el cristiano un continuo compromiso. Más bien, es Dios el que perfecciona en nosotros la “obra buena” que él mismo ha comenzado, como nos recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura. Dos veces se refiere Pablo, al día de Cristo, para el que tendremos ya que haber madurado en la santidad y en los frutos de justicia.
Siempre es, pues, el Adviento del Señor el que pone en tensión a los creyentes y los impulsa a dar lo mejor de sí mismos, en el espacio de tiempo que Dios aún nos concede.
Que la Eucaristía del segundo domingo de Adviento aumente en nuestros corazones el deseo y la esperanza de esta salvación que el Señor nos promete y realiza en nuestro favor por medio de Cristo.
Pbro. Jacinto Rojas Ramos